AYER y POR LOS SIGLOS DE LOS SIGNOS


BAILES, RITUAL Y CELEBRACIONES AMAZÓNICAS. PETROGLIFO
 Ese hombre fornido y de tez dorada aprendió desde niño a descifrar los textos escondidos tras de los signos. Fue feliz entre los montículos y valles que se abren al paso de las aguas que descienden de los Andes centrales del Ecuador, para juntarse en el Amazonas.

 Siempre anheló recorrer al revés, de abajo a arriba, esas corrientes que se escurren desde los altos nevados Antisana y Sangay, del Altar y de  otras encumbradas vertientes de más al sur. Algunos de estos manantiales abundantes, cuando afloran en la otra rama de la cordillera miran las azules ondas del Pacífico, pero como  tienen espíritu de contradicción,  entre indecisiones, se descuelgan hacia el otro lado de lo que miran para demostrar que  se harán aventureras e irán al otro océano, porque, como su propio espíritu, son libres para decidir.

 Esas aguas le traían memorias de los fuegos internos de los volcanes por los que pasaron, algunos quietos o aletargados y otros explosivamente vivos. Las corrientes formadas traían a veces la impronta de complejos lacustres donde estuvieron retenidas mucho tiempo; le avisaban por qué renunciaron al aburrimiento de estarse quietas y por qué se han fugado por entre los resquicios de las rocas,  de las totoras, de los pajonales o de los bosques de esos raros árboles llamados quinoas. 
 
 Él leía el asombro en las piedras que llegaban con el agua y seguían camino, o entre las que se detenían a admirar en la selva aquellas maravillas desconocidas allá en las alturas: los tucanes, los monos, las hojas y las fibras de la ayahuasca  adivinatoria, el olor del ishpingo, el sabor curativo de la amarga  quina, las propiedades predictivas de futuro y pasado del natem, los milagros que obra la maikiua para sanar males del alma que enferman el cuerpo.

 Algunas de esas piedras exhibían petroglifos grabados por ancestros remotos. Cuando aún era niño, su abuelo centenario que lleva las orejas taladradas con grandes agujeros, insertados con tuquitos de chonta, fue quien le enseñó a leer esos extraños signos, a combinarlos entre sí y a entender el sentido de lo que dicen.

 Cuando añora su niñez, recuerda que esas enseñanzas se matizaban con la tarea de hacer sartas de mullos, fabricándolos con el cristal gelatinoso que encontraban al bucear en las profundidades de la laguna espléndida, escondida entre el follaje de la selva. Le daban forma de bolitas que tendían en hojas de bijao para que se endurezcan sin perder transparencia, tomando los colores del arco iris. Esos sartales, hechos collares o pulseras, y los  de semillas de distintos  colores, eran amuletos para el acierto en las traducciones de los signos, como lo eran también –según le instruía el abuelo -  los corazones momificados de pequeños monos o de pajarillos a los que conservaban con la técnica de preparar las tzanzas o cabezas reducidas de los enemigos.

 El abuelo shuar, mientras su nieto le acompañaba en los recorridos entre las frondas espesas, le decía que para leer los mensajes escritos en las piedras, los mensajes ocultos en los cursos del agua o las huellas dejadas en los senderos de la selva, había que estar lúcidos, mantenerse alerta a las visiones que en la brisa adivinaban bebiendo las pociones de ayahuasca o atendiendo a las invocaciones o encantamientos que se hacían para aliviar algunos males, como  aplicar a los seres vivos  pequeñísimas dosis de quina o de curare, entre fragantes espirales de copal quemado. 

 En lo que más insistía el abuelo era que lo que  había que hacer, sin falta, para curar dolencias o para traducir los signos dibujados o intuidos, aunque todo lo demás faltase, era invocar a Arutam el ser supremo, el espíritu sabio de los sabios.

 Aún conserva los collares de mullos y escucha sólo en su cerebro los consejos del viejo antecesor, pero los utiliza muy raramente porque ya sus poderes le han sido transmitidos. No ha guardado ni un solo corazón momificado, pero guarda entre sus ropas –en una  shigra ya descolorida-  un poco de sus hierbas de la selva, algo de copal y de curare y unas  piedrecitas de lava recogidas al pie de ese faro nevado de la floresta, que es el volcán Sangay. 

 Lo que más recuerda de las instrucciones recibidas del abuelo es el fervor para invocar a Arutam y a los dioses de la selva de los que ahora, en pleno corazón de Londres, vive tan alejado.

 Cuando le sacaron de los valles selváticos los sacerdotes de la misión católica, le enseñaron a escribir y a leer otros signos de la vida y de la muerte en las grafías occidentales. Por sus dotes de clarividente que aprendía más rápido que otros, lo alentaron a estudiar cada vez más, hasta ir a la universidad. Allí eligió la antropología y, de ese modo, empezó a interpretar a más de  aguas  volanderas o aguas detenidas y petroglifos, otras antiquísimas grafías y  los rostros de los seres humanos en  todas las dimensiones de los tiempos.

 Luego de graduarse en la universidad, asimilado a rutinas urbanas, empezó a trabajar en el montaje de museos y en investigaciones arqueológicas que le hicieron encontrar seres afines - de antes o contemporáneos - entre el asfalto y el humo de los autos. Entre los otros seres extraordinarios que hallaba sin buscar, encontró la mitad de sí mismo: Lucy, una rubia de voz delicada que, entre otras lenguas, hablaba maorí. Ella venía de Nueva Zelanda y aunque parecía europea nórdica, en su sangre tenía los vestigios de unos tatarabuelos polinésicos. 

 En el pequeño país en que empezaron a vivir juntos, los políticos y los economistas descubrieron que no son productivos, sino  descartables por inútiles, los antropólogos, los poetas,  los sociólogos vagos, los niños desnutridos, los locos, las mujeres que paren muchos hijos, los travestis y las putas jubiladas. A él y a Lucy los despidieron de sus cargos en la entidad pública donde trabajaban, añadiendo a la nota de despido un párrafo gentil en que dijeron que les indemnizaban con una mísera cantidad, luego de haberles obligado a renunciar. Obviamente, en el páramo de asfalto y de concreto en que vivían, les empezó a fallar la subsistencia; sus recursos se agotaron con la inflación, esa enfermedad de las monedas y de las mentes codiciosas.

 Las medidas económicas de unos  desquiciados que decían ser sabios, les  obligaron a buscar otros lugares donde poder vivir; dejaron esa patria pequeña y  emigraron a Inglaterra, donde esperaban alcanzar la utopía de un trabajo seguro.

 En Londres les contrataron a los dos. A él,  porque  tenía el color de la gente que según los anglosajones está destinada a las tareas más humildes, le contrataron para que haga turnos de limpieza en el Museo Británico; a ella, de apariencia escandinava, por las certificaciones que acreditaban sus conocimientos y por las pruebas rigurosas a las que le sometieron, le contrataron como traductora de las lenguas arcaicas o difíciles, usadas en las notas cifradas de los terroristas.

 Siempre escondida entre oscuras mamparas dispuestas por el  MI5 o el MI6 del servicio secreto de Su Majestad,  Lucy hacía tareas que le dejaban agotada y triste, tan dolorida que no aceptaba nada que tuviera que ver con el amor, aunque le amaba mucho y él lo sabía. Le explicaba –cuando podían estar juntos -  que sentía terror, no tanto de los terroristas sino de las mentiras que se inventaban para crearlos aunque no existiesen o, si de veras existían, perseguirlos allí donde el petróleo, el uranio, el oro, los diamantes o una fe distinta hiciesen necesaria la nueva inquisición.
  
 Él, especialmente en los turnos de noche, entre tanta maravilla arrebatada de los tesoros de todos los mundos invadidos por los ejércitos colonialistas, se encontró que podía aplicar para sí el arte de traducir los jeroglíficos egipcios y otros textos de escrituras antiguas. Mientras barre, mira los jeroglíficos escritos en papiros que, como las momias, están en las vitrinas. A algunos de esos signos, como si fueran aguas que se leen, casi  los escucha. Los adivina mientras devela los contenidos dibujados en párrafos con tinta oscura y títulos en rojo, como en los cuadernos escolares.

 A veces, en los turnos de día, se ha dado cuenta que llegan al museo de visita -con algo distinto a lingotes de oro o cascajo nuclear en la sesera- gurúes o brahmanes, derviches, animistas de ébano,  brujas islandesas, sacerdotisas suecas o de Groenlandia, carmelitas descalzas con zapatos, druidas rescatados en cuerpos actuales que han sobrevivido muchas  vidas. Llegan shamanes uros con olor a las barcas de totora del Titicaca, o sabios mayas que se han escapado de Uxmal o de Tikal.

 En uno de estos visitantes extraordinarios que han renacido, pudo reconocer a Galileo y, en otro, a Elías el profeta arrebatado por el torbellino en carreta de fuego hacia los cielos. Ellos han escudriñado los pergaminos y los papiros. Han tratado, no siempre con éxito, de interpretar los jeroglíficos. Les ha visto detenerse largamente  en los signos que ya fueron traducidos y adivina que  tratan de comprender lo que dicen otros, examinando el tono oscuro o tenue de la tinta o  la profundidad lograda por el cálamo o el estilete que la aplicó. Buscan, como él,  secretos escondidos de todos los tiempos.

 Lucy, tras ocho años de su labor tras las mamparas, no ha soportado la presión angustiosa de analizar mensajes ciertamente de riesgo para quienes escriben o para quienes son sus destinatarios. Ha muerto entre sus brazos, en medio de estertores, aterrorizada. Como ella ha muerto, él analiza la posibilidad de volver a lo recóndito de lo que queda de su propia selva después de las debacles ocurridas por la tala de los cedros silvestres, desangre de los dragos, arrasamiento de los guasicapis, de los achapos y de las chontas con sus deliciosos chontacuros.

 Si regresa a las frondas expoliadas y no encuentra las guantas y hormigas culonas para alimentarse, tendrá que irse más lejos que los taromenane para buscar las lagunas de mullos y el curare, el natem, la maikiua y otros sustentos del cuerpo y del espíritu. Se ha enterado que hay que ir más adentro en la selva porque, aunque viniendo de muy lejos, los vientos del océano que a veces llegan por el río Támesis,  le han avisado de la fuga masiva de  las guatusas, las dantas, las pirañas, las charapas y los verdes lagartos de aquellos ríos de su niñez.

 Para cuando regrese, antes de ir a su selva, primero irá hacia el sur de la pequeña geografía de su patria para encontrar, petrificados en medio del bosque vivo del río Puyango, los grandes troncos de las ceibas y de los petrinos,  las guayabas recién mordidas, las charapas antediluvianas, los helechos,  abejas y  caracoles que aparecen intactos  en la piedra. Debe haber algo vivo y expresivo allí, se dice, escrito con los signos de los cataclismos de hace millones de años. 

 ¿Estarían allí esos seres vivos, ahora petrificados, antes de que Lilit se diera cuenta de que no amaba a Adán? 
 
 Al hacerse   preguntas a sí mismo, mientras barre y refriega, silba bajito Lucy in the sky with diamonds, esa melodía que dedicaron unos arqueólogos al más viejo esqueleto de homínido - femenino, por cierto - encontrado en el África antes de que se acabe el siglo XX. Dijeron que es la madre primigenia de todos los seres humanos y la llamaron Lucy, porque al encontrarla, en sus radios de pila sonaba esa canción.

 Antes de irse esa noche para no volver nunca al museo, quiere acabar de leer los jeroglíficos del papiro que se le ha resistido. Sabe que lo encontraron bien conservado entre los resquicios de esas rocas ocres y rojas que guardan desde hace miles de años los sarcófagos de varios faraones en el lado desértico del Nilo.

 Ha oído decir que en Luxor - alto Egipto, donde antes era Tebas - otros arqueólogos han encontrado unas momias femeninas, una de una mujer muy gorda  y la otra de una delgada, con el hígado casi petrificado. Aseguran que uno de esos cuerpos es el de Hapshetsut, la faraona todopoderosa de las Dos Tierras, la que tenía que ponerse una barba postiza para  investirse de virilidad, la que para gobernar sin que la humillen las castas masculinas, se atribuía la divinidad diciendo que fue procreada en su madre por Amón, el dios supremo. 

 En el sarcófago de varios recintos laberínticos donde se supone que la enterraron se ha enterado, por lo que lee en los papiros egipcios y en los pergaminos arameos, que hay un muro grande donde la faraona aparece de pie pero sin barba, recibiendo en la testa adornada con la corona de las Dos Tierras, una cascada de signos jeroglíficos de manos de otros dioses - Horus y Ra - con cabezas de pájaros  sagrados, el halcón y el ibis.

 El sucesor de Hapshetsut, uno de los tantos Tutmosis que era su familiar pero la odiaba, hizo esfuerzos por borrar su memoria, su figura y los signos. Pese al intento mal intencionado, de ella y de los signos aún quedan claras huellas en las piedras rojizas. Lo que no borraron es lo de otro muro donde, en un bajorrelieve, se ve que ella se junta sexualmente con un hombre que no es su marido, el faraón.

 Allí hay un nombre en el  papiro casi indescifrable: Senenmut, el arquitecto constructor del sarcófago, que era también poeta. Al leer ese nombre y pronunciarlo, el texto jeroglífico se vuelve transparente y ¡al fin! puede entenderlo todo.

 Lo que traduce se expande  en su mente porque lo escrito hace miles de años, en este caso, tiene la virtud de prolongarse en forma indefinida y continua, como la historia registrada hasta lo que él puede llamar su actualidad, este mínimo instante en la infinita dimensión del tiempo.
Desde los signos raros, haciendo pausas y en su lengua shuar que ahora descubre ha tenido como antecesora a la egipcia, le habla Senenmut: 

-          Yo lo escribí. Es una carta de amor, no de política, dirigida a la más buena y bella de todas las mujeres, Hapshetsut, que nunca fue enterrada en su sarcófago. Tuvimos una hija, Neferura, que debió sucederle en el trono, pero la mataron. Hice creer a todos que mi adorada había muerto también, momificaron a otras, y nosotros  fugamos para morir juntos en el lago en que nace el río Nilo.
   
      Hay incredulidad en la mirada del antropólogo shuar, pero el papiro sigue susurrando:
-        Como has visto, en este papiro los signos jeroglíficos no son siempre los convencionales. Esos signos extraños que no podías descifrar eran la clave para comunicarnos con Hapshetsut.  Ahora somos uno para siempre, navegando en el cosmos. Allá van los mortales de todos los tiempos si no han sido injustos, allá se juntan los que mucho amaron. Allá hay un solo Dios en el que los mortales permanecemos, no importa como lo llamen en la tierra: Jehová, Amón-ra, Pachacámac, Arutam, Siva, Quetzalcóalt o Alá. 

Él quiere preguntarle varias cosas sobre las religiones, en las que nunca creyó mucho, pero la voz sigue su monólogo. 

-         Tú, que has interpretado los misterios del agua y del fuego, de la tierra y del aire, debiste haber sido shamán en medio de la selva o yáchag entre los nevados de tu patria. Como tú y yo somos en el infinito los que permanecemos en los signos del amor. Viajamos por moradas todas distintas y maravillosas, como las anunciadas por Jesús a sus discípulos o las adivinadas por esa monja orate, esa Teresa de Ávila que  las recorre  de la mano de otro poeta loco, Juan de la Cruz…

 Está embelesado escuchando al milenario confidente ese shuar que de niño se llamó Chinki Ananent y que en sus documentos oficiales se llama Santiago Narváez, como le bautizaron los misioneros. Se da cuenta que ha estado masticando unas hebritas de natem.  Mira en el firmamento a Lucy que le espera en Aldebarán y le dice con emoción winia aneamichir nuar! - amada esposa mía! Y ella le sonríe.

 Ahora es Lucy la que le susurra en maorí que quiere viajar con él a otras galaxias, atravesar todos los universos y, tal vez luego de algunos siglos o milenios, volver a lo que quede del planeta Tierra. Le avisa que en el cosmos los agujeros negros reciben y revuelven en sus miasmas, hasta que mueren definitivamente, las almas de los mentirosos, de los que inventan guerras y armas biológicas, de los que atropellaron la justicia y el amor. Le asegura que allí se quedan presos para siempre y nunca podrán ser, como ellos, eternamente libres.

 Chinki Ananent, en lengua shuar significa pajarillo que canta la magia del amanecer. Ahora, aliviado de todos sus dolores pasados y presentes, toma un bocado de maikiua y  decide viajar al cosmos, llegar a ver de cerca el estallido de las novas o sentarse con Lucy en un cometa quieto, a contemplar las lunas de todos los Saturnos y empezar a leer lo que está escrito en los signos de las miríadas de estrellas. Es posible que allí puedan cantar juntos  Lucy in the  sky with diamonds o Imagine en arameo, en egipcio, en maorí o en shuar. 

 Saca de su shigra, y las rasca entre sí, dos piedrecitas. Con la chispa prende un pedazo de copal. Inhalando el aroma de la selva,  invoca desde el fondo de su alma a Arutam y se toma el curare. Sabe que algún día de un futuro sin límites volverá a los nevados, a las frondas  y a los ríos que desde los Andes ecuatoriales van al Amazonas,  si aún existen.

 En THE SUN, el periódico londinense de sucesos, por supuesto en inglés, aparece una noticia diminuta:
 
 “Un emigrante ecuatoriano, barrendero, ha sido hallado muerto en un rellano de las escaleras del Museo Británico. Se ha avisado de este deceso a la embajada del Ecuador, que es donde está asilado Julian Assange, el terrorista que ha difundido  los wiki leaks”

ARCANAS SIMETTRIAS AMAZÓNICAS, PETROGLIFO


ESCRITO POR: Quipukamayoc
Año del Kinde Equinoccial (2014).
Mitad del Mundo.