GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.
IN MEMORIAM
El viaje más largo y peligroso que ha hecho
Antonio Núñez Jiménez no fue el de tres mil cuatrocientas ochenta y cinco
leguas náuticas en canoa desde el Amazonas hasta Cuba, a través de veinte
países, sino el que hizo sentado en una mecedora en nuestra casa en la Habana,
mientras contaba durante más de dos años los arduos detalles de sus
preparativos. Pues en esa época, todo lo que después iba a ser posible en la
realidad parecía imposible en la imaginación.
Así era. En el viaje real, ordenado de antemano
en todos sus detalles con una precisión milimétrica, no tuvo inconvenientes que
no estuvieran previstos, mientras que el proyecto del viaje se había visto
amenazado por los cataclismos cotidianos de las promesas incumplidas y los
sargazos burocráticos de medio mundo, a pesar de los vientos propicios que
mecían la mecedora en el mar de mi casa.
Todas las noches lo veíamos llegar con su
guayabera bordada y su barba de ermitaño, saludando a la concurrencia de amigos
con sus maneras de caballero antiguo. Pero quienes lo conocemos desde hace años
sabíamos que ni siquiera sabía a ciencia cierta a quiénes saludaba, porque
Antonio era entonces un fantasma de sí mismo, mientras el otro Antonio, el de
verdad, estaba en quién sabe qué paraje improbable del Casiquiare. Terminados
los saludos se sentaba en su mecedora, y sin preguntar siquiera qué
conversación había interrumpido, en qué punto estábamos, empezaba a contarnos
en voz alta el viaje que iba hacer, con las ilusiones inermes que permite la
inocencia. Ordenaba un café, un refresco, algo de comer. Lo pedía por la buena
educación de la infancia que seguía luchando dentro de él, pero si acaso se
tomaba un trago era del vaso ajeno, y si algo comía en su estado de abstracción
total bien podía ser una rosa de los floreros.
Llegaba siempre cargando cosas que parecían
rescatadas de los naufragios que iba a padecer: un banderín de señales,
una camiseta con el escudo de su heráldica personal, botas a pruebas de
serpientes, artes fabricadas con hilos y huesos primarios para engañar a los
peces de la Edad de Piedra con los que pensaba sobrevivir. Apartaba los platos,
los cubiertos, la canasta de pan que ya estaban puestos para empezar a cenar, y
extendía en la mesa un mapa dibujado en sus delirios equinocciales por los
cartógrafos de Orellana, o de Magallanes, o tal vez de Don Enrique el
Navegante, o de quién sabe quién, y el comedor se llenaba de rugidos de fieras
mitológicas, de canciones de caníbales heridos de amor, de blasfemias de
misioneros desmoralizados por no encontrar a Dios en los infiernos de la
Amazonía.
Un día nos llevó un estudio fotográfico del
proceso de fabricación de las canoas en que él y su congreso de sabios
ambulantes se iban a soñar. Nos mostro la foto del árbol vivo, luego la foto
del árbol del cual por una vez en la historia no todos hacían leña, y por
último la foto de la escultura maestra en la que iban a navegar. Nos mostro las
aldeas que iban a descubrir, la cerámica rupestre y los cubiertos de de piedra
con que comerían, el pañuelo que el pintor Guayasamín iba a despedirlos en el
puerto ecuatorial de Misahuallí, Eran las reliquias prehistóricas de algo que
aún no había sucedido ni tenía necesidad de suceder para existir, porque
Antonio las hacia vivir por anticipado con su cámara de retratar el futuro. Es
tal su poder de evocar lo que aun no existe, que este no es un libro del último
cronista de Indias – como le oí decir a alguien – sino del diario de viaje del
primer navegante primitivo del tercer milenio-.
Oyéndolo desde mi poltrona de tierra firme yo no
podía menos que recordar con lástima a los marineros medievales que se
preparaban para hacerse a la mar como si fueran hacerse hacia la muerte. Pues
Antonio solo se iba para la vida. Siempre me había parecido que era una leyenda
pura que Cristóbal Colon hubiera estado veinte años yendo de un lado para otro,
persiguiendo a un fantasma que quisiera ganarse el billete premiado de la
lotería quimérica cuyo premio mayor no era más que un camino más corto para ir
a la India, y resulto ser nada menos que para los yacimientos de oro más ricos
de su tiempo. Pero a medida que iba escuchaba a Antonio iba descubriendo
poco a poco que hasta Cristóbal Colon podía ser verdad.
De modo que su proeza que fue histórica, no
estuvo tanto en hacer el viaje real sino en haberlo hecho posible. Al cabo de
dos años seguía navegando solo en las aguas procelosas de su fantasía,
esperando que terminaran de hacer las canoas, que autorizaran las visas, que
fabricaran los incontables artificios de marear que ya nadie vendía desde los
tiempos de Juan de la Cosa, ordenando incontables piezas de aquel rompecabezas
inmenso que armaba noche tras noche en sus largas noches de navegante solitario
de mecedora. Tanto, que cuando se fue de veras, muchos de quienes acudieron a
despedirlo no sabían a ciencia cierta si se iba o llegaba. Lupe y sus cinco
reinas de la belleza estaban todas con el alma en un hilo por el tremendo
riesgo de la doble aventura de los que se iban y los que se quedaban. Al
contrario de mí, que ya había hecho el viaje completo con Antonio en la sala de
mi casa, y apenas si podía soportar la alegría de que la mecedora, al cabo de
tantos y tan azarosos naufragios de oficinas y borrascas de papel, había por
fin llegado a buen puerto.
GGM. 1988. Habana Cuba.
GGM. 1988. Habana Cuba.
Prologo de Gabriel García Márquez del libro en
“Canoa del Amazonas al Caribe”, sobre la poco conocida gesta científica
liderada por el Historiador, Geógrafo y Revolucionario cubano Antonio Núñez
Jiménez, expedición científica que partió desde Ecuador por el Amazonas,
río Negro y Orinoco hacia el Caribe hasta llegar a Cuba en el año de 1987.