ALUCINANDO





Hay un terco silencio y se hace fácil abrir las puertas secretas que llevan a esos lugares interiores que han estado relegados al olvido; espacios que, calladamente y por siglos de siglos, han acumulado pelusas pegajosas, esqueletos de moscas, polen inútil y alguna que otra araña  estrangulada.

 Hoy parece que el ruido se ha quedado inmóvil. Hasta la madrugada, al centro del insomnio, oía caer una pizca de frío, bailoteaban las sombras un sonido de pífanos, titilaba el rayo de luz con duendes de polvo que danzaban un loco rock al borde del alféizar. Esa luz no es del sol, apenas de la lámpara que en la calle se apaga al alba, aunque la oscuridad se empecine en quedarse pegada a los ojos, como lagaña o lágrima, ajena al sueño. 

 
  
Llego a mí con cautela. No todos los días tengo el privilegio de que cesen afuera las voces estridentes de gente invisible que suelo corporizar entre las sienes según lo que oigo o callan. No admito tener premoniciones, no  intento hacer equilibrios riesgosos al filo de la suposición, no siento el acicate del miedo ni vislumbro cercana  una sinuosa línea de optimismo. 

Hoy no resisto más los ojos cotidianos. No me sirven para mirarme dentro, están como exprimidos y resecos, con visiones estáticas que no dejan buscar nuevos paisajes en esta vastedad de mi universo. Estreno nuevos ojos, múltiples, cada poro en mi piel se repleta de luces y sondea  hacia adentro, se sumerge en el tuétano y en cada hueso nace otro destello.

 

En éstos, mis caminos, busco mis propias huellas. Los recorro en sosegada marcha, avanzo y retrocedo, me enredo en unas zarzas;  recorro con mi tacto las espinas, las flores y los frutos, inhalo sus olores  y encuentro algo que brilla. Es una brizna mínima de tiempo que debo liberar del recipiente opaco en que está presa. La tomo y la sopeso entre los dedos, donde siento que expande los recuerdos de momentos intensos, de fruiciones sin límite, de constancias guardadas en esos recovecos de la mente  donde a veces perdemos lo valioso y ganamos la nada. 

Hay aromas remotos que aspiro dulcemente. Siento que mis pulmones los absorben aprisa, sin cansancio. Respiro certidumbres ignoradas que laten silenciosas en mis células.
Nada me agita: un todo, todo mío, me conforta.

  

No hay esquelas luctuosas ni lamentos, cementerios ni lápidas; dentro de mis recintos  yo soy planta,  soy pez, soy río,  grito y silencio en gozo, sonrisa y fiesta, canción de nadie o copla popular de multitudes. Soy nube y soy lucero, soy brisa o torbellino, gota de lluvia o lágrima. Todo es sabio e  importa,  amo la plenitud de lo pequeño  y también de lo inmenso.

Floto en un agua  cálida y translúcida. Vuelvo al ser primigenio, desprendo las albúminas y aflojo hasta que caigan hasta el fondo mis escamas viscosas. Me crecen varias alas, dejo atrás el pesado dinosaurio y alzo la frente para ver el mundo que ahora tiene texturas diferentes. Ya no tanteo el suelo con las manos, la luz no me enceguece, visto la desnudez, me fabrico silbatos con las piedras pulidas, corono con guirnaldas de flores mi cabeza para entrar en el reino.  Renazco,  fructifica mi carne y resucito, ya no voy hacia fuera, quedo dentro. 

  

Despierto y salgo nuevamente al ruido. Me yergo como infante dando el paso inicial, sonrío a mis espaldas, le hago muecas  al frío de la niebla, tamborileo sones en la mente y me subo en el tren   de la rutina, con mi esqueleto a cuestas. He vuelto a re escribirme.

Me siento bien ahora, rutilante, me llevan o me llevo hasta otra selva, una oficina o celda, un circo o  un panal. Disfruto de una grata y eterna compañía que seguirá conmigo más allá de  la muerte.  Me he encontrado conmigo, alucinando. 
ESCRITO POR: Quipukamayoc
Año del Kinde Equinoccial (2014).
Mitad del Mundo. 

(Versión libre y urbana en contrapunto - a la sordina, sin arpa,  sin violines ni cuatro- de Todo este campo es mío, canción de Simón Díaz, venezolano que cuenta y canta entre otras maravillas a las sabanas, a las vacas sabias, a los terneros y al  buferrito huérfano, al niño dios,  a los ordeñadores  y al caballo viejo. Ojalá todos los venezolanos fueran como él y como Bolívar)
 (Ilustraciones de Wesler o más conocido como el Tolouse Quiteño).