La abuela que casi siempre está callada pero que le gusta
que le saquen a pasear, no se había fijado últimamente en tanto deterioro,
recién se entera que las paredes han estado pobladas de puertas insensibles,
útiles sólo para lo mercantil, lo fútil, lo esotérico. Queda uno que otro
letrero que dice que así ha sido, pero no hay nada ni nadie en esa calle, para
que informe si algo vive ahora en la casona vieja que van a derrocar.
De las tallas labradas en la madera noble de la puerta
del principal acceso, las piedras azuladas y las vértebras de cordero que dibujaban arabescos
en el zaguán ya no ha quedado nada, le comenta recuperando súbitamente la
palabra, al nieto que le acompaña en la caminata matutina. Adentro, advierte,
la humedad ha roído cada poste y baranda, cada rincón o espacio deleitoso.
Le llegan y se atropellan entre sí los recuerdos que
verbaliza al apoyar los pies en lo que queda
de una escalera casi sin peldaños, sostenida en el viento que invade
cada patio por las ventanas rotas donde han desaparecido los cristales
antiguos, que dice eran alegremente coloridos.
El viento desorienta. Entra de todos modos y agitándose,
equilibrándose de puntillas,
intruso, hurga entre las edades del
nieto y de la abuela. Los corredores de madera crujen, hay ausencia de trinos y
de aromas que ella dice existían antes, cuando los pájaros anidaban entre
los recovecos de los altos helechos, de
los geranios y de las hortensias.
Pasean en la altura mirando cada patio derruido, los
contornos de lo que fueron las salas, las alcobas. Ya no quedan arañas de
cristales y los espejos de cristal de roca se han derretido, han viajado a
otros rumbos los retratos al óleo de sus
abuelos (mis tatarabuelos, el nieto piensa), los muebles de esterilla, las
muñecas chinas de ojos adormecidos, las flores en macetas, las abejas, los
niños y los pájaros.
En lo que fuera el huerto sólo hay malezas y lo que antes
fue un sitio de albricias olorosas
hoy apesta a murciélagos muertos. De un
rincón salen en fila veloces cucarachas que le traen recuerdos; huyen del ruido
y los olores nuevos que les llegan.
Resurgen las
palabras de la abuela, hirvientes como lava, a borbotones, rescatando nostalgias y
poblando el silencio.
-
Aquí
vivió la Alcira, la criada de blusa almidonada, pollera desteñida y larga
trenza cana. Era alta y encorvada, delgada como liana, y tenía los ojos vivaces
como azogue. Era fantasma fiel, amorosa, paciente, se apresuraba por llevar a
las niñas -tan ancianas como ella- las aguas de remedio, las noticias de fuera,
sábanas añiladas, las toallas nítidas y los fustanes rígidos que se ponían bajo
las faldas de ébano, forrándose después en esas mantas oscuras, perfiladas en
el cuerpo a punta de alfileres, para ir -cuando podían- a la misa y a la
distribución o rezo vespertino del rosario en la iglesia.
-
Y las
amigas de ellas. Eran las cucarachas de mi infancia, llegaban una a una y
rodeaban la mesa de la tía mayor. Antes de la llegada del olvido, solo quedaban
ella y la tía más chica, la beata por siempre sospechosa de cilicios, adicta a
los ayunos pregonados, guardadora celosa de gulas clandestinas y algún que otro
pecado venial inconfesable. Esa nos
predicaba: niñas y niños recen, recen por sus padres, ellos son liberales, ateos y masones. No salten en las
sillas, la Alcira está guardándoles mote con rapadura y tocte machacado y el chocolate. ¡Vayan al comedor!
-
La tía
chica siempre mascullaba, le salían opacas o estridentes unas palabras raras:
diantre, demonios, muchachas y muchachos indecentes que hacen tras de las
puertas lo que se debe hacer solo entre sábanas. Son los taitas ateos… ¡El mal
ejemplo cunde!
-
Siempre,
en las vacaciones, yo duermo en el altillo que es también biblioteca al que se
sube por una escalera desde la alcoba de la tía mayor. Ella está enferma de
juventud eterna, cada día más pálida, tanto que si se calla parece que está
muerta. Si la viera desnuda sería transparente, pero no quebradiza como el
vidrio.
-
Estoy
en el altillo con una muchedumbre de la que ella me habla quedamente, página a
página de cada libro, haciéndome leer hacia la noche, a escondidas de todos y
de nadie. Hay libros fabulados de vidas de los santos en los paneles próximos.
No le agradan los mártires, los rostros demacrados, las calaveras, las
flagelaciones, ni los crucificados ceñudos y sangrantes. Detrás o arriba de los bajos paneles están
los importantes libros que valen, los que debes leer, los que te instruyen, los
que te iluminan, los que te inducen a llegar hasta el fin de muchas, muchas
vidas.
-
Tú
nunca digas donde los escondo, son para ti. Ya crecerás y aprenderás idiomas,
leerás los que están en latín o en francés, que conocí cuando me hicieron
monja. Yo me escapé… No dejes que te enclaustren. Por ahora lee mucho los
clásicos, pasea en sus recintos y aprende, aprende, aprende. Aprendiendo se
vive…Cuéntame cómo te va con la Odisea, si sor Inés te gusta en sus poemas. No
temas los infiernos que pinta el Dante. Lee a Montalvo, lee a Vargas Vila,
llega a Egipto o la China. Hallarás
varios tomos de historia y geografía, encuentra que la vida viene de largos
siglos y va hacia otros milenios. ¡Tú nunca te sometas, debes ser libre, libre!
-
¡Es tan
reiterativa!
-
Al fin
de las palabras pronuncia bien las eses, nunca arrastres las eres, enfatiza las
tildes y las exclamaciones, no leas sin hacer las pausas necesarias. Los puntos
y las comas, los otros signos, por algo se los pinta, hablan sonidos o callan
silencios.
-
Miro a
las cucarachas cuando llegan. Cómo se concertaban para hacer la visita, no lo
averigüé nunca. Al llegar, cada cucarachita se desprende la manta, la dobla con
cuidado, guarda sus alfileres en una cajita, se
estira con los brazos alzados y poco a poco crece. Las blusas coloridas, pese a faldas oscuras, dejan ver que esos insectos ya no son crisálidas,
hablan, son mariposas, ya no son momias con sudarios negros. La tía mayor y
Alcira les pasan los suspiros, las pastas y otras delicias. La tía chica no
entra en el corrillo, dice que está ocupada con sus rezos. (Rezonga, digo para
mis adentros)
-
Mariposas
recién resucitadas se apretujan una contra otra en los suaves cojines. Algunas
huelen a alcanfor, otras a almendras dulces. Alguna trae una pizarra frágil con
su lápiz rasposo, las que oyen escriben a las sordas que leen y que borran, que
borran y releen. Todas a un tiempo cuchichean o callan. A ratos crujen risas
como astillas pisadas, de vez en cuando se oye algún sollozo
.
-
Hasta
ahora no sabemos, dice la de los labios grises, que ha sido de mi hermano. Se
fue hace tantos años con los liberales, nunca ha escrito, dicen que vive con
varias mujeres como si fuera un turco.
-
Yo he
sabido, dice la de los ojos trasnochados, que a las monjas del claustro les
permiten ahora recibir sin cancela, alzarse el velo frente a las visitas,
dormir una hora más los días lunes.
La cucaracha-mariposa casi calva, dice muy compungida:
-
Mi
sobrino Jacinto quiso matar el otro día a todos…
Las otras cucarachas, amortajadas en sus sudarios negros,
lanzan pequeños gritos. Entonces ella
aclara:
-
A todos los retratos de los tíos, pintados
en los óleos de la sala. Le quitaron el
rifle a tiempo y latiguearon al longo hijo de la criada, que le andaba
azuzando y se reía.
Ahora se olvida de las cucarachas y sigue relatando los
recuerdos:
-
…abajo
la cocina, los grandes lavaderos, las letrinas. La bosta de caballos que traían
las cosas de la hacienda, apilada en el
rincón más hondo de la huerta; no vayan allá niñas y niñitos, les entran niguas. Allá estaban los cuartos de las
criadas propias, las que nos regalaban desde pequeñitas las pobres cholas sin macho conocido.
-
En el
trastero las tinajas, las planchas de carbón con un gallito airado sobre la
manija, los palillos de bronce para aplastar las pulgas y los piojos que
entraban en la ropa cuando se iba a la
iglesia y había mucha plebe de pollera y de poncho. Un tío cura que murió de
hastío trajo hace años una campana grande, sin badajo, que era el arrimo de las
jaulas rotas y refugio de ratas.
-
De ahí
salen los diablos - dice la tía chica - y de los libros, llevando a rastras a sus personajes.
La abuela se ha callado. El nieto la mira y quisiera que
siga relatando sus vivencias antiguas. Abajo de la casa se oyen voces.
Ya están los arquitectos explicando a los maestros de
obra cuántos pisos, cuántos parqueaderos, cuántos baños de lujo van a construir
en el nuevo edificio. Se consultan las laptop, se analiza planos y suenan
celulares. Entre preguntas y contestaciones se calculan los pesos de las estructuras,
los metros de cableados, los ductos para agua y cañerías y se hacen cábalas para
fijar precios. La abuela es otra vez adolescente… Muy erguida, desciende
los peldaños tambaleantes. Sonriendo, le
dice al nieto:
-
Vámonos
pronto ¡a mí no me derrumban!
ESCRITO POR: Quipukamayoc
Año del Kinde Equinoccial (2014).
Mitad del Mundo.