Creo que ya he guardado todo lo que debo llevar. En la
mochila van los interiores, dos pares de medias, unas camisetas que ahora que
lo pienso deben estar rotas – una está descosida en el sobaco, ya debía
tirarla- y otro jean. Allí están protegidas con plástico las pilas de repuesto
para la grabadora y para la cámara. Llevo, para seguirlos consultando cuando
tenga tiempo, El Ensayo sobre la Lucidez
de Saramago, y El Elogio de la Locura, de
Erasmo de Rotterdam. También llevo dos ejemplares de Condorito.
Por si acaso, he metido también en la mochila un
pedazo de jabón y una toalla pequeña. Entre la ropa va mi laptop. En un
bolsillo de la chompa he metido la cámara vieja (he conseguido veinte rollos,
de treinta y seis exposiciones cada uno; ojalá
estén buenos) En otro bolsillo va la cámara digital que me obsequiaron
en mi último cumpleaños. En la parte de afuera de la mochila está otra mini grabadora,
de esas que solitas registran por varias horas
todas las locuras que habla la gente.
No llevo nada más. Como he dejado de fumar porque están
caros los tabacos, no me preocupo. Alguien ha de llevar algún puchito y puede
que hasta lleven mariguana. Todavía ando medio mareado del chuchaqui y me duele
un poco la cabeza. Anoche nos quedamos en la zona de la Foch hasta la
madrugada, pegándonos los tragos y bailando con esas chamaquitas mexicanas y
una española. Cuando hablamos del día siguiente de una borrachera, las tapatías
se rieron y dijeron que eso en su tierra se llama cruda, una colombiana de una mesa vecina dijo eso es un guayabo y la española que era medio
belicosa les contradijo, y aseguró con
voz de tiple ronca coño, eso es
una resaca. Parece que es un signo de los tiempos que una misma cosa se
llame de forma diferente aun hablando casi el mismo idioma.
Yo solo voy a reportear. Si hay suerte, tendré más
material para mi tesis de cuarto nivel, en periodismo experimental documentado,
que tiene como tema “Manicomios del
Ecuador en el siglo XX”. Las otras
personas que irán a la Convención son los delegados de esta provincia. Nos han
prestado una buseta escolar para ir de
Quito a Guayaquil; allí la cita es en el parque histórico.
Las reuniones van a realizarse en el salón dorado con
muebles de guayacán de la que había sido la mejor casa del bulevar. Han
trasladado al centro del parque, tabla por tabla, todas las casas antiguas de madera de lo que fue en el siglo antepasado
el barrio más hermoso del puerto. Dicen
que hay maravillas de taraceado en maderas finas, en frisos decorados con
guirnaldas, en hamacas de seda y butacones de palo de vaca incrustados con
trozos de tagua que parece marfil. Que algunas casas del siglo XVIII
sobrevivieron al gran incendio de principios del siglo XX. Que hay hasta el
local de un banco de esos que hacían sus
propias emisiones de moneda, con la máquina de imprimir billetes.
Al principio, cuando hicieron el parque, habían
programado que paguen cinco dólares de
entrada los señorones y las señoritas de
La Puntilla y los otros barrios de lujo que quedan más allá. Era un parque
exclusivo para ricos. Ahora nos han asegurado que se entra gratis.
No es solo un parque histórico según dice el plegable informativo
que me han dado. Se ha diseñado con jardines botánicos y refugios para animales
raros creando microclimas para demostrar la riqueza de la biodiversidad que hay
en la costa, entre esas ricas tierras que recorren los ríos que concurren a
darle majestad al caudaloso Guayas, a cuya orilla se ha plantado el parque. Yo
espero ver por allí balandras y
montubios dorados remando en balsas o canoas, llevando toneladas de
piñas o de plátanos, sartas de lisas o cajas de mangos.
Ya pita afuera de
mi casa - en La Tola - el auto que nos llevará. Al cerrar la ventana de mi
cuarto miro el paisaje incomparable del centro de Quito y me quedaría
contemplándolo, pero de nuevo pitan, entonces grito:
-
¡Ya
salgo!
Me anudo bien los
cordones de los zapatos deportivos, cargo la mochila y bajo la escalera. Cuando
esté arriba del auto prenderé la
grabadora que llevo al cuello para oír luego lo que registre de conversaciones del viaje.
De camino no podré tomar fotos porque viajamos
en la noche. Al otro lado de la fila de asientos en que me instalo, una
pareja de viejitos se habla casi a
gritos:
-
Por fin
parece que nos hemos dicho todo.
-
Así
creo.
-
¿No
tienes algo más que decir?
-
No.
Nada.
-
¿Entonces,
nos despedimos para siempre?
-
Sí, por
supuesto.
-
¿Y te
vas tan tranquilo?
-
¡Claro!
Si somos nada.
Me parece que no he
escuchado bien. Luego la grabadora me dirá si es cierto o no lo oído. Delante
de mi asiento, oigo unos susurros:
-
Nos han
invitado para mañana al encuentro de locas y
locos.
-
¡Qué
bueno! Voy a sacarme la camisa de fuerza y a ponerme el cerebro del domingo.
-
¡No,
por favor! La última vez que lo usaste se desgarró en la esquina derecha.
-
No te
preocupes. Ahora soy de izquierda, del
rasgón de la derecha quedé manco mental.
-
¡Ah,
ya! Entonces de acuerdo. Yo iré estrenando mi traje de luces.
-
¿Es que
vas a torear en la noche?
-
No.
Necesito alumbrar este nuevo hijo que nos viene
-
Nunca
me lo dijiste. ¿Y de quién es?
-
De la
vecina, que no tiene velas ni fósforos. Se ha quedado a oscuras.
Otra vez pienso que
estoy delirando o que me he adormecido y sueño.
- ¡Mamá!
- ¿Qué dices, hija mía?
- ¿Puedo ponerme la falda del uniforme con la blusa de
raso?
- ¡No!
-¿Y con la blusa de rayas coloradas y verdes?
- ¡No!
- Entonces voy a ponerme una licra con top anaranjado.
- ¡Ya te he dicho que no!
- Bueno, no te enfades. Quizás más bien me pongo un
hábito morado de esos que usan los
penitentes el viernes santo.
- ¿Cómo tengo que decirte
que no hables tonterías?
- Es que quiero cambiarme. Estoy muy aburrida de esta
estola blanca que parece mortaja.
- Hija, no me impacientes más. Convéncete que estamos
totalmente muertas.
Creo
que me he instalado en la butaca del teatro del absurdo. Ahora sí, para
escaparme de los ruidos molestos, dejo conectada la mini grabadora, me ajusto
en las orejas los audífonos del Ipod
para oír las canciones de Bob Marley, me
adormezco con las notas de Three Little birds y empiezo a canturrear en inglés, esa letra
que traducida repite varias veces ¡caaanta,
no te preocupes por naaada, porque todo va a estar bieeen!...
No tengo
conciencia del trayecto de varias horas de viaje y hasta creo que ronco más que de costumbre.
Ya
llegamos. Hace calor. Hemos entrado al puerto por uno de los puentes nuevos sobre
el río. Alguien pide que entremos al malecón 2000. Está cerrado, nos dicen. De
madrugada sólo hay guardias, alguna parejita de maricas que se quedó a
escondidas y muchas ratas que campan a sus anchas entre los comederos que se
han instalado entre los almacenes del centro comercial. Trato de ver a través
del vidrio empañado por la llovizna preguntándome que tendrá de llamativo esto
que algunos murmuradores dicen que es un himno al concreto. No distingo nada y
todavía tengo mucho sueño y hambre también.
Me han
dicho que aquí podríamos desayunar café cargado con bolones de verde y chicharrones. Un cebiche de conchas
prietas. O bolones rellenos de camarón, un tigrillo de plátano con huevos fritos, una guatita o un caldo de manguera. En mis tripas
hay un concierto de antojos de embarazada, pese a mis barbas.
-
Las
personas que quieran desayunar, busquen en sus sobres de invitación los
tickets. Dentro del parque, en el barrio antiguo, hay un hotel en que vamos a
alojarnos. Tiene restaurante. Allí pueden comer lo que deseen, pero entreguen
el ticket correspondiente a cada comida, por favor. Es para rendir cuentas y
organizar los pagos.
Yo no
tengo ni sobre de invitación ni tickets. Voy contratado para el reportaje.
Aviso al que da las instrucciones que es un gordito calvo, con gafas grandes
que le ocupan casi toda la cara. No me contesta.
Con la
música de un celular que suena me doy cuenta que no he traído el blackberry.
¡Chuta! digo en voz alta, pero nadie me mira. Pienso que la flaca se va a poner
furiosa y me ha de estar puteando porque no le contesto los mensajes. Ya nada,
en la noche le contestaré con la laptop si es que hay wi fi en el hotel. Si no
hay ¡cagado!
La
música del celular que sonó antes se repite. Es de la canción que dice aquí se queda la clara la entrañable
transparencia de tu querida presencia comaaandanteee Cheee Guevaaaara.
El
dueño del celular recién abre los ojos, se le cae hacia atrás una boina con una
estrella, se estira y miro que lleva una camiseta negra con una cara del Che Guevara impresa en rojo. Ridículo
anticuado, pienso en mis adentros y sonrío. Tal vez no se ha enterado que en
Santa Clara, en Cuba, hay un enorme mausoleo y una estatua gigante del Che, que
en esa pequeña y cálida ciudad se conserva -tal cual quedó después que lo
volaron con dinamita- el tren blindado
de la última batalla del Che contra Batista. Esto lo he leído en una de esas
revistas que mandan a mi papá de vez en
cuando sus amigos socialistas.
-
Ya
están muy viejos- dice con mucha pena, cuando las recibe - Y el capitalismo
está entrando en Cuba con fuerza, con tanto turista. ¡Pobre Fidel!
El
guerrillero desfasado, al que apodo el
arcaico luce una barba rala y una colita debajo de la boina. Puesto de pie
informa a todos los pasajeros:
-
Compañeras,
compañeros…Vamos a demorarnos un poco más. Me avisan que tenemos que llevar del
cerro del Carmen a dos colegas que no tienen como llegar al parque histórico.
-
¿Nos
estarán esperando abajo? Pregunta el gordo de las gafas.
-
No,
compa. Son viejitas y tenemos que subir hasta el faro para ayudarles a bajar.
-
¿Y
quién va a subir? – pregunta el gordo, dando señales de que no va a ser él.
El arcaico dice:
-
¿Algún
voluntario para acompañarme?
Para no
aburrirme y engañar el hambre, me ofrezco. El auto se estaciona en un extremo
del malecón y los dos héroes de la subida empezamos a ascender la escalinata
que tiene un número en cada peldaño. Las casitas pintadas de colores vivos nos
hacen guiños pícaros. De adentro salen olores deliciosos de plátanos fritos,
encebollados para los cebiches, jugo de guanábana. ¡Qué hambre! Miro la hermosa
ría y pienso si podría pescar algo para el desayuno. No tengo sedal ni caña, ni
siquiera una biela.
En el
trayecto de puertas cerradas o algo entreabiertas, se adivinan salas muy bonitas, con plantas en macetones y
retratos en marcos. En otras puertas se constatan tugurios: tienen amontonados
en el piso petates y, colgadas entre uno y otro, varias hamacas todavía con
gente durmiendo.
Algunas
casas tienen letreros que dicen Galería; en
otro leo Bar La Ría; hay varias puertas que dejan entrever el mobiliario de
heladerías o de puestos de venta de
esas chucherías para turistas. Me
río. El arcaico parece que ha
recibido algún mensaje chistoso en su celular y se ríe también. Acabamos de
subir cuatrocientos cuarenta y cuatro peldaños numerados y estoy cansado.
Arriba
hay un restaurante - El Bucanero- que
simula ser un barco con piratas. Pero está cerrado. ¡Me muero de hambre!
Debajo
del faro, en la cima del cerro hay una capilla. Dice un letrero que se llama
Santa Ana. Pienso que ese es el otro cerro de Guayaquil, al frente de éste,
pero por ser serrano puede que me equivoque. También, en varios tramos, hay un
parque de cañones y otras armas antiguas que, en minúsculos letreros, informan que estaban
allí emplazados desde el tiempo de la colonia, cuando entre otros corsarios Sir
Francis Drake visitó el puerto naciente, le prendió fuego, se llevó a las
mujeres más hermosas y todo el oro que encontró.
De la
capilla salen, muy acicaladas, dos señoras. La una es gordita y de cabeza cana,
bajita. Cuando sonríe al saludarnos veo que tiene dos molares de oro, pero que
le faltan los incisivos. Está vestida con un traje blanco y celeste y nos
informa que ella fue reina de Guayaquil. La otra, se me hace cara conocida.
Creo que la he visto en Quito en imágenes que cuentan las leyendas de la
ciudad. Claro, es La Torera, me digo. Anita Bermeo dizque se llamaba, que era
costurera. Va vestida con un traje floreado de esos que dicen las amigas de mi
madre tipo chanel. Su cara luce muy
blanca, parece que se ha maquillado con albayalde. Se ha pintado un arco muy
negro en cada ceja, una boquita de corazón escarlata subido y un lunar sobre el labio. Lleva, cosa rara
en la costa, un sombrero con velo que le cae a la cara cuando se queda quieta
la brisa que sube desde la ría y agita las palmeras.
Otra
vez, el mareo que tengo me hace pensar que estoy equivocado. ¿Estoy viendo
visiones por el hambre o todavía me dura el chuchaqui?
El arcaico y yo, como galanes de cuento de
hadas, tomamos a cada una de las
viejitas del brazo. Ellas nos indican que bajemos detrás, a su ritmo. Van conversando
animadamente.
La
gordita vestida de bandera de Guayaquil, le dice a La Torera:
-
De aquí
del cerro yo puedo controlar mis posesiones. Sigo reclamando que me devuelvan
los solares en donde han construido el municipio. También estoy siguiendo un
juicio al nuevo gobierno porque me han expropiado la isla Santay, para hacer un
gran parque. Para parques, el que yo doné a Guayaquil, el de las iguanas que
traje desde el archipiélago con mi novio italiano.
-
¿Usted
fue la que trajo las iguanas? Pregunta con asombro La Torera.
-
Sí. En
ese entonces, mi novio el italiano me llamaba Fiorella, abreviando Fiora.
Cuando salíamos juntos a pasear por la orilla de la ría, antes de que hagan ese
mamotreto del malecón, si me quedaba detrás me llamaba: ¡Fiora, avanti! Desde entonces, los muchachos malcriados me gritan
en las esquinas ¡Fioravanti! para
hacerme rabiar. Entonces yo prefiero hacerme la sorda y me entretengo oyendo
las campanas que me suenan en los oídos. A veces son matracas. Me imagino que
debe ser semana santa, como antes, cuando no tocaban sino solo música de
muertos en las radios hasta que resuciten las campanas con la pascua.
El arcaico no dice nada. Va mensajeando en
su celular anticuado, de esos con tapita. Yo paro la oreja pues parece que las
historias de estas dos mujeres son tan enrevesadas como las que oía anoche en
el auto, antes de dormirme.
-
¿Y
usted que es de aquí, sabe quién es en esta vez el anfitrión o el auspiciante?
pregunta La Torera.
-
No sé.
A mí me han invitado como socia honoraria del “Club De Mentes Brillantes”.
-
Hace cincuenta
años y un poco más yo fui la promotora de la Convención en Quito. El alcalde
era entonces mi amigo José Ricardo Chiriboga, el Pepe Chiri, que era bien
alhaja. Iba a prestarme las instalaciones del palacio legislativo que estaba
flamantito, pero cuando fui a verle para que me confirme la cesión de los
locales para la Convención, no me pudo atender. Me dijeron que estaba
ocupadísimo tramitando el habeas corpus de Guevara Moreno, que al final no le
dieron y estuvo preso más de un año en el penal.
-
Ese
carajo del Guevara Moreno, cuando fue alcalde de Guayaquil, ordenó que me
expropien las tierras que tenía y el palacio municipal. Bien hecho que haya
estado preso. Ojalá le hayan dado harto palo. ¿Y dónde hicieron la convención
que me cuenta?
-
En La
Recoleta, detrás de lo que eran las primeras construcciones del Ministerio de
Defensa. Era un lugar lindo, con el parque y la capilla colonial de las monjas
del Buen Pastor que me conocían y me pidieron que les deje bailar con nosotras
en la noche. Nos resguardaban por orden del alcalde policías en zancos y nos
visitaban unos militares bien elegantes con sus medallas y sus charreteras en la
cabeza y las gorras con galones dorados en sus varios brazos.
Ya llegamos
a la buseta. Parece que mientras nosotros subimos y bajamos del cerro, los
otros han comido algo, porque huele a chimichurri. Otra vez el hambre me da
retortijones y hasta náuseas.
-
¿Ya
tiene las listas de todos los que vienen de provincias? Le pregunta un recién
llegado al gordo de las gafas, que le extiende un block.
-
Hummm…
De nuevo vienen de Cuenca el Atacocos y de Riobamba la Loca Carmela con el
Viejo Mojón. De Guaranda el Hambullo con la Shundanga. Han de venir con los
cuentos de siempre.
-
Yo ya
no me acuerdo de ellos – dice La Torera - Un poco de la Shundanga, que dicen
que era la odalisca de los turcos que
tenían los almacenes en el parque.
La
Fioravanti sí se acuerda y le explica:
-
El
Atacocos trajo la otra vez de invitadas espontáneas a unas putitas cuencanas. A
la una le decían Culiyerro y a las otras dos, que eran muy trompudas, las Chiquimuchas.
El Hambullo contó que llevaba siempre la bandera en los desfiles de candidatos
a la presidencia hasta que le quitaron el derecho cuando le acusaron de buscar
la guerra con el Perú porque llevaba la bandera al revés. Eso fue en la campaña
política de Manuel Elicio Flor, el curuchupa que fue candidato en el 48 contra
Galo Plaza.
Al
pasar la buseta por el gran cementerio de Guayaquil se persignan algunas
señoras que van en los asientos de la parte de atrás y que se han subido mientras el auto estaba
detenido. Deben ser de otras delegaciones.
-
¡Pobrecito
mi General Alfaro! Le han dividido otra vez y se han llevado una parte de sus
cenizas a Montecristi. ¿Cómo se va a encontrar en todos sus pedazos en el día
del juicio final…? dice una de las que se persignan.
-
Yo me bajara a saludar al Julio Jaramillo –
dice otra – En la estatua del cementerio no está tan guapo como era. No me
canso de oírle en la rocola. Lo que más
me gusta de lo que canta es cinco
minutitos de felicidad.
-
¡No son
minutitos, son centavitos! – corrige alguien que primero ha pitado con
estridencia con un silbato de plástico azul
con verde.
Desde
junto al chofer se yergue una cabeza emplumada que trae debajo un tutú de
ballet color turquesa. Se para en el asiento y puedo ver que calza unas botas tornasoladas
que le dan hasta medio muslo, con
plataformas muy altas. Lanza un gorjeo:
-
Los
minutitos valen tanto como los centavitos. Por algo dicen que el tiempo es oro.
Si no lo creen pregúntenle a la Marilyn Monroe o a la Madonna. Solo que ellas
dijeran cinco milloncitos.
Ya
llegamos al parque histórico. Se bajan primero la mamá y la hija que hablaban
cuando veníamos de Quito. La muchacha se ha puesto el top anaranjado y la
licra. Me doy cuenta de que su trasero
es de silicona y, aunque lleva bastante maquillaje que se disuelve con el calor, creo que es un travesti
.
-
¡Qué
bombón!- dice el viejo que es nada y
su mujer, que es nada también, le zampa
un puñetazo.
Entramos
al parque y me parece hermoso. Nadie me da los tickets y yo le digo que solo
quiero que me den algo de comer. Me fijo bien en su tarjeta de identificación
pegada al pecho, y no es Nadie, sino Nadia, una chica con cara y traje de
zíngara que me mira extrañada y se va.
Siento
retortijones y empiezo, otra vez, a marearme y a querer vomitar lo que no he
comido. Ya no estoy en el parque, sino
acostado y unas luces intensas me deslumbran.
Una
mujer - ¿será otra loca? - hace su ingreso, bailoteando, a la pieza en que estoy. Trae
audífonos en las orejas –debe ser otro Ipod o un MP3- Va vestida toda de blanco,
en minifalda, con una jeringuilla en la
mano y me pincha en la nalga. Abro los ojos y ella llama:
- ¡Doctor! Parece
que ya está consciente.
- Puede
ser. En el escáner del cerebro no aparecen coágulos. Hay que avisarle a la
familia. Desconecte el oxígeno. ¿Qué es lo que está bailando?
- El
tango Cambalache, que ya no está de moda - dice ella- dando pasos de baile
equivocados, porque lo que le mueve el cuerpo en contoneo de arriba hacia abajo
es un regaetón.
- Ese
tango se escribió para el siglo pasado y es muy pesimista. Este siglo es mejor,
porque ahora todos estamos locos – comenta el médico.
La
inyección me ha dejado otra vez adormecido y siento que me pasa el hambre.
Entonces me acuerdo de la aventura que planificamos un poco pasaditos de tragos
en la plaza Foch:
-
¿Quién
se pega una buena volada..?
Discutimos
que no hay como hacer puenting porque andamos sin auto para subir al teleférico
o ir a lanzarnos desde el puente del río Chiche. Además, no tenemos los cables.
Nos reímos todos porque yo digo se
nos cruzan los cables. Propongo
irnos a la Alameda y hacer escalada por la parte de afuera del Churo. Y me
aceptan. Vamos caminando entre varios, pero solo llegamos tres o cuatro, no me
acuerdo bien.
El loco
Freddy se saca los zapatos y empieza a treparse, agarrado de los salientes del
muro. Yo me subo corriendo por la rampa y le digo:
-
Te
gané. Llegué arriba más pronto.
Me
inclino para darle la mano a que acabe
de subir y me caigo. De ese rato me acuerdo que Simón Bolívar se había
bajado del caballo en que vuela al otro lado del parque de la Alameda, para levantarme.
Lo que me apena es que no podré reportear la Convención Post Cambalache a la que
estuvieron convocados todas y todos las locas y los locos, vivos y muertos del
siglo XX. Estos locos del hospital me despertaron antes de tiempo.
ESCRITO POR: Quipukamayoc
Año del Kinde Equinoccial (2014).
Mitad del Mundo.
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